Un anciano siempre traía consigo una botellita de aceite. Cuando llegaba a un lugar y notaba que algo estaba reseco, sacaba su botellita y de inmediato ponía unas gotas de aceite. En la vida de muchos hay algo que está reseco cuando no perdonamos. Alguien nos ofendió, nos lastimó, nos olvidó, nos menospreció y nuestra vida se resecó. Cuando no podemos olvidar, debemos perdonar. Perdonamos para sanar. No sanamos para perdonar. Perdonamos no porque el que nos ofendió lo merezca. Perdonamos por Dios. Él dice: “Así también mi Padre celestial hará con vosotros si no perdonáis de todo corazón cada uno a su hermano sus ofensas.” (Mateo 18:35). El rencor labre puertas al enemigo. El enemigo tarde o temprano cobrará la factura. Perdonar es parte de nuestro testimonio. Si Jesús nos perdonó nuestras iniquidades, porque no habría de perdonar a alguien que me ofendió.
Los débiles nunca perdonan. Son los fuertes los que perdonan. El más fuerte de ellas, en la cruz lo hace. José Martí decía:
Cultivo una rosa blanca
en junio como en enero
para el amigo sincero
que me da su mano franca.
Y para el cruel que me arranca
el corazón con que vivo,
cardo ni ortiga cultivo;
cultivo la rosa blanca.